miércoles, 20 de febrero de 2008

Cuatrocientas cuatro palabras

Todos los días llega a la misma hora, entre las once y doce y las once y diecisiete minutos. Aparece al final de la calle, doblando la esquina. No puedo bajar, pero me dejan mirar por la ventana.

En esta calle hay cuatro portales. Tres en la acera de enfrente. En el mío sólo entra dos veces cada mes. Una vez hace dos años, llegó a entrar cuatro veces.

Empuja su carrito amarillo delante de ella. El sol brilla contra los escaparates y hay una melodía de trinos extraña en la ciudad, apenas la rompe un coche que pasa. Anda con un pie torcido hacia dentro, arrastrándolo grácilmente, y calculo que pesará ochenta y cuatro quilos. Debe medir un metro sesenta y cuatro, pero es difícil asegurarlo desde aquí. Me recuerda tanto a Carla hace cinco años. Entonces ni miró los zapatos, catorce pares que se habían salvado del fuego.

Siempre camina diecisiete pasos hasta el primer portal. Deja su carrito en la puerta, a unos cuatro metros, y entra. Luego pasan cinco minutos y medio, a veces seis, entre que vuelve a aparecer. Nadie, en ese tiempo, se interesa por el carrito. Las quince primeras veces, he de confesarlo, me invadía el miedo si alguien pasaba junto a él. Hoy ya ni me fijo. Pasan personas, distintas cada vez, pero para mi sólo esta el carrito esperando que vuelva.

El segundo portal es mejor. No hace falta que entre, el portero sale a recibirla y puedo contemplarla. Su pelo rubio y sus manos doradas. Se llevan bien y hablan durante más de once minutos, pero antes de que pase un cuarto de hora ella se va. Hablan del tiempo y de los dos hijos del portero. Ella le cuenta que el fin de semana irá a ver a su madre o que esa noche la han invitado a cenar. Yo me alegro, es bueno que se divierta al menos uno de los dos.

El último portal está clausurado. Antes no y alargaba su visita; treinta y cuatro minutos en total. Nos dejaba tiempo para despedirnos. Pero ahora la casa sucumbió a la liquidación, como nos pasará a todos, y espera pacientemente a ser derribada.

Sin embargo, hoy he esperado durante cuarenta y cuatro minutos. Luego me he apartado de la ventana y la he cerrado. Estaba mirando los cuatro pisos que tengo debajo. Si mañana no vuelve, preguntaré cuantos metros hay exactamente hasta la calle.

viernes, 15 de febrero de 2008

Encerrados

Sólo ella ha sobrevivido. Nunca encontraron al monstruo.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Metrónomo

El tipo funcionaba por ósmosis y para eso tenía buen oído.

Me interesó desde la primera sesión. Cuando nos despedíamos subió un susurro desde la escalera. e volvió y, persignándose, insistió en que rezáramos varios padres nuestros.

Durante las visitas me contó que tenía su casa insonorizada. Si no cuando pasaba una sirena de policía perdía la noción y se lanzaba escaleras abajo. Reducía a la portera, la leía sus derechos, la metía en el coche y la llevaba a comisaría. Si eran los bomberos, casi igual. Más rotundo, tirando todas las puertas y apagando la sartén de las vecinas.

Sólo volvió a la consulta dos veces más. Después estuve un tiempo sin saber nada hasta que, releyendo el diario, lo encontré. En el aeropuerto, recogiendo a su madre, le sorprendió el ronquido de una turbina. Atravesó una de las cristaleras cayendo en la pista con los brazos extendidos. Estaba en el hospital.

Indagué entre viejos compañeros hasta dar con él y fui a verle. Lo trataban inconvenientemente, aunque el dolor empezaba a remitir. Estaba conectado a un monitor que medía sus latidos. La maquina pitaba con ritmo fijo. En cuanto escuchase se les moría.

Intenté explicar a las enfermeras que su corazón se iba a montar con el pitido. Me dijeron que lo dejase descansar, que esperase mientras venía el doctor. Para calmar mi insistencia le pusieron unos tapones. Eso lo habíamos probado en la consulta. No escuchar lo hundía. Se quedaba muy quieto y en silencio, sin respirar apenas. En su estado, tan débil, tuve que quitárselos.

No me dejaron entrar más, pero le podía ver a través del cristal. La máquina continuaba funcionando y él parecía recuperarse. Se despertaría en cualquier momento. Estuve esperando toda la mañana hasta la hora de comer.

Cuando volví, llevando un metrónomo, me reconoció. Lo puse a su lado, donde pudiese oírlo nítido. Con un gesto débil me indicó que lo quitase. Dijo que había decidido seguir a su ritmo.

martes, 5 de febrero de 2008

La Boca

lunes, 4 de febrero de 2008

Página para ser desnudada

Lo que al principio parecía un cuento después se fue borrando en mis manos. Lo había encontrado recogiendo sus cajones. Primero quité la fecha, de dos semanas antes. Luego, al leer por primera vez, ya empecé a saltarme cosas. Los nombres, tan parecidos a los nuestros, y las calles. En una segunda lectura, más atenta y más borrosa, quité el perro, el bar de la esquina y un viaje en tren que sólo duraba dos líneas. Ya eran bastantes arreglos así que hice una copia en limpio. Por el camino dejé mentira y noches. Se repetían demasiadas veces.

Ahora ocupaba poco más de la mitad. Aún quedaban paseos por el parque pero sin poderse saber cual. Y contaba unos días, casi al principio, que me hicieron dudar aunque acabe por quitarlos también.

Lo dejé un tiempo y al volver, comparado con el recuerdo, le sobraban placer, pena y encontrados. Ya apenas eran unas palabras sueltas. Las junte todas sin repetirlas cuando eran innecesarias. Dos de seguidos, un por descolgado. Aquí pensé en añadirle palabras pero iba a ser mucho trabajo y casi seguro inútil.

Saqué los adjetivos, no muchos, pero que eran como zancadillas. Soleado, verdes, intenso.

Lo reescribí de nuevo, esta vez a ordenador. Casi sólo quedaban pronombres, mi, yo, mío, y resonancias de una escena de sexo.

domingo, 3 de febrero de 2008

Montevideo

Terror

- ¡Detras de tí!-Le avisé.
Pero me equivocaba, era delante de mí.

 
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